Escribir un artículo al comienzo de un nuevo año entraña sus riesgos. La tentación de convertirse en contable y ponerse a hacer balances es muy fuerte. La otra opción es ejercer de futurólogo y decantarse por los pronósticos. Lo cierto es que estas primeras fechas de enero vienen a ser una especie de tierra de nadie. Hacia atrás, todo está escrito. Hacia delante, todo está por suceder y, por tanto, por escribir. Y qué complicado resulta escribir desde la incertidumbre, y más con Trump a la vuelta de la esquina exhibiendo más músculo y más colmillos que antes, como si no tuviéramos ya bastante desgracia con los canallas en activo. Hace poco, conversando con un amigo, vine a decirle que la incertidumbre es precisamente el signo de los tiempos. Él me respondió que ha habido épocas peores. Basta con remontarse a los días más tensos de la Guerra Fría. En octubre de 1962, por ejemplo, hubo norteamericanos que se asomaron a la ventana para ver cómo caían los misiles soviéticos, pues ya daban el apocalipsis nuclear por descontado. Hoy, a principios de 2025, seguramente no incurriríamos en excesos tan dramáticos, pero no por falta de motivos, sino porque nos hemos acostumbrado a vivir bajo la amenaza de la catástrofe. De hecho, nos desayunamos con desastres casi a diario. Los viejos cuatro jinetes siguen asolando nuestro mundo, aunque ahora se les han sumado colegas como la codicia, la ruindad y la desinformación (o mentira, igual me da). Y, a diferencia de los clásicos, estos nuevos jinetes no van a caballo, sino en coche oficial. Pienso, por ejemplo, en el todavía presidente de la Comunidad Valenciana, pasándoselo pipa mientras sus conciudadanos se ahogaban a pocos kilómetros. O en Sánchez, esperando de brazos cruzados mientras las noticias se agravaban por minutos. Pero claro, todo eso pertenece al pasado. En cuanto al futuro, la única certeza es que la cosa no tiene pinta de mejorar.