Si han seguido esta columna, sabrán que más de una vez se la he dedicado a Frankie, mi pequeño bichón maltés. Por desgracia, esta es la última vez que lo haré, pues murió la semana pasada. Llevaba 11 años con nosotros. No era una edad demasiado avanzada para un perro de raza pequeña como él. Pero estaba enfermo desde hacía tiempo. Su pequeño corazón se había vuelto tan grande que apenas le cabía en el cuerpecillo, y bastaba con acercar la mano a su pecho para sentir los trabajosos latidos de ese órgano tan desproporcionado dentro de un animal tan pequeño. Saltaba a la vista que se sentía casi siempre cansado y de mal humor. Tanto mi mujer como yo atesoramos una buena cantidad de mordiscos. Pero ninguno de ellos nos ha dolido tanto como el hecho de que su pequeño-gran corazón dejara de latir hace unos días. Frankie nos ha dejado, y el vacío y la tristeza son tan grandes que todavía no termino de creerme que ya no esté con nosotros. De forma instintiva, busco su querida presencia en cada rincón de la casa. A veces hasta tengo la sensación de que recuesta su pequeña cabeza sobre mí, como le gustaba hacer cuando no me estaba gruñendo. El tamaño de su ausencia es mucho mayor que el del propio animalito en vida. Wendy, nuestro otro bichón, me interroga con la mirada y soy incapaz de explicarle lo que yo mismo no logro entender. Tan sólo querría que esta columna, regada con más de una lágrima, sirviera como testimonio de ese cariño que le teníamos y que siempre fue correspondido con creces, por muy cascarrabias que se hubiera vuelto últimamente. Todo amante de los animales sabe cuánto tienen en común los perros y los niños pequeños. Quizás esto sea lo más triste de todo: el hecho de que Frankie, como todos los perros, haya muerto en la infancia.