Los recientes conciertos de Paul McCartney en Madrid me han hecho recordar algunas de mis historias favoritas de los Beatles, a quienes les bastaron siete años de carrera internacional (del 63 al 70) para convertirse en la banda más influyente y recordada de todos los tiempos. Sin embargo, no todo fueron luces en su fulgurante trayectoria. Usando el dicho anglosajón, incluso los fabulosos Beatles escondían algún que otro esqueleto en sus armarios. El más famoso de ellos es, sin duda, el esqueleto de Pete Best, quien ejerció como batería del grupo entre los años 59 y 62, y fue despedido de su puesto justo antes del lanzamiento del primer sencillo de la banda, Love Me Do, en el que podemos rastrear el inicio de la leyenda. Como resultado, Pete se perdió el éxito, la fama, los millones y los Rolls-Royce, tragedia de la que nunca se recuperó y que incluso le costó un intento de suicidio. Naturalmente, la desgracia de Pete Best fue también la fortuna de Ringo Starr, quien fue el culpable indirecto de lo que le sucedió al siguiente damnificado. En junio de 1964, con la beatlemanía en su apogeo y una gira mundial inminente, Ringo contrajo amigdalitis y fue necesario sustituirlo. El elegido fue Jimmie Nicol, un baterista desconocido que se convirtió en todo un Beatle durante ocho conciertos y regresó al negro anonimato acto seguido, con 500 libras, un reloj de oro y un trauma que le impediría levantar cabeza en lo sucesivo. Pero siempre he pensado que las principales víctimas de los Beatles fueron los propios Beatles y, de forma muy especial, Paul McCartney. Imagínenselo hace unos días sobre el escenario del WiZink Center, interpretando las canciones que compuso hace más de 60 años, y lamentándose en secreto de que nada de lo que vino después estuviera a la altura de lo que vivió aquel chaval que ya ni siquiera se le parece demasiado.