Hace bien poco me dispensaron del deber de guardar secreto. La naturaleza del secreto -privado- y sus aristas, cómo el tiempo pudiera afectarle en mayor o menor medida, la gravedad de la confesión -era y es grave- y el sentido del honor que hizo posible que un hombre depositara en mí un conocimiento tan relevante, todas estas cosas, pasados muchos años, restaban como en segundo lugar, de tal suerte que lo importante era el deber de guarda, reserva y sigilo. El secreto se había pegado a la piel y me reconfortaba en alto grado, acabó por ser algo connatural para mi hombría, me fortificaba en los instantes de acedía y creo me hizo mejor persona. Hasta hoy. Me molestó la dispensa, más que una liberación era como una leve condena, quizá el justiprecio que habría de pagarle al que me gravó con la reserva -en primera instancia- y me hizo disfrutar -todo este tiempo- de mi entereza y honradez para la custodia. Ya no era una carga. Había fortalecido la relación entre el depositante y el depositario a cuenta de un hecho -y esa fortaleza había escalado un peldaño moral muy superior y categórico: era cierto -por el tiempo pasado- que yo era un hombre digno y sobrio a la hora del absoluto sigilo; y que conforme pasaban los días y los años, esa dignidad iba amparando mi hacer en otros campos, como una póliza de seguro de la que iba descontando su cupón anual. Había días que me enseñoreaba casi de un modo medieval o litúrgico -hasta ese punto llegó la vanidad. Lo peor estaba por venir. Empecé a evitar al depositante pues en cualquier momento podría hacer mención al secreto -ya dispensado- en un círculo de amigos comunes y me fastidiaba el hecho de compartir lo que guardé tanto tiempo. Para no perder su esencia decidí escribirlo y guardarlo en mi archivo particular. Ordené todo detalle, el estado anímico del urgido a confesión, el vértigo del recipiendario -más vanidad- y las palabras finales, de bálsamo y consuelo, al fin el secreto sellado. El escribirlo era -o debía serlo- inocuo, pero luego reparé que no estaba en todo mi derecho de hacerlo, quizá debiera tener la liberalidad del antaño depositante: al punto escribía ya de otro hombre, como de otro cualquiera, y calificaba su actuar por algo que me reveló con sigilo, que era, sin discusión, jugar con ventaja -y me parecía andar entonces como en chismes. El vínculo no se había roto -ni se romperá-.