Decía Spengler que la guerra era como un detergente moral para con el hombre. Cruz Roja Española nos trae al Museo Municipal la exposición fotográfica de la guerra y del último socorro que, casi siempre, es el de Cruz Roja. No pude verla con Paco del Campo -se nota su mano alerta y al tiempo paciente- y acampé, en solitario, por un buen rato. Qué de recuerdos librescos se erizan cuando uno se enfrenta en soledad a la captura de las guerras civiles o a las hambrunas (ayer Ucrania) y a las guerras mundiales o al Líbano (ayeres y presentes). Todo pequeño ensayo parte del detalle. En este caso el mirar de un niño en Nigeria. Es una fotografía de 1968 (el niño podía tener mi edad) del conflicto de Biafra, un niño espera los vales para la leche y el pescado en un centro de alimentación. Es de un mirar ya tan maduro para un niño -el niño mira al hombre del que sólo se ven sus manos, anotando los cupones de resguardo; lo mira con su dignidad innata de hombre, sin una protesta, no pone un reparo, nada exige ni lamenta ni condolerse con el hombre pretende- y sus labios parecen ir (por fortuna) más allá de la leche y el pescado, como un querer decirse, hay tiempo, hay tiempo para seguir, en mi mano llevo un pedazo de tiempo. Qué habrá sido de aquel niño negro -yo, de su misma edad, tuve la fortuna de nacer en un mundo sin guerra (he mirado fotografías de entonces y el mirar mío parece serlo igual -no lo es, claro que no-); qué habrá sido (quizá importe menos que esa fotografía de 1968, hoy en 2024 elegida para mostrar La humanidad en guerra) y si el detergente moral limpió o despejó el camino tras dejar atrás a millones de muertos por hambre y fuego. Estas preguntas se las hace uno dando una vuelta a la exposición; y luego marcha uno a la calle, el corazón menos encogido parece como si el amargo cáliz de todos los días lo dejáramos a la gente de la Cruz Roja -ayer un remedio para la desgracia de hoy mismo y también de mañana-. Es una exposición sin evasivas -es dura-, pero no por dura obvia el mandato: cada vez más cerca de las personas. Ese afán de cercanía -el atento y paciente afán de cada día- parece decirnos con el mirar del niño negro que después de todo hay sitio para la benevolencia y la compasión -también propia-.