Ramón Bello Serrano

Ramón Bello Serrano


La losa

26/10/2024

Lo que uno nota es que no hay oposición moral. Quiero decir que se opone muy poca resistencia moral al acontecer de los asuntos públicos -personal y de grupo-. La moral es acerba cuando se la agrede pero hoy parece que los corazones son de piedra y lo que habría de ser una exigencia pública debilita hasta la moral doméstica y de andar por casa -en el intermedio la del uso social, la de alteridad con el otro, la familiar y la de los amigos-. ¿Cómo recuperar la moralidad y sus obligaciones -por cuanto hay obligaciones morales de los que amargamente nos quejamos y hacemos bien poco-? La moral es un predicado apasionante por cuanto su incumplimiento no conlleva condena, es un asunto personal -uno vive ahora en una prisión moral cuyo mandato primario es desatarse para ejercitarla libremente y a costa de comprometerse contra la inmoralidad-. La Escolástica -con ese su rastrillo, también acerbo y como con sequedad de esparto- recuerda que tiene perseitas y que la sanción viene ya inserta en su incumplimiento -quizá por ello acontece el remordimiento, virtud de los que somos débiles; «sólo el arrepentimiento es una fuerza que lo zanja todo», escribirá Balzac en su novela más ambiciosa, Serafita. Las obligaciones morales se nos aparecen como antipáticas y acaban por ser quebradas y hechas pedazos -justamente es lo que ocurre hoy en la moralidad pública-. Parecería ingenuo hacer un ejercicio colectivo del arrepentimiento balzaquiano, pero yo creo que es el último remedio por cuanto el ciudadano vive en perpetua deprecación ante sus representantes políticos -representan, es cierto; pero creo que no nos vemos representados en sus conductas (las de todos aunque hay gradaciones)-. Hay un endurecimiento en las arterias morales de la cosa pública pero las individuales, las propias de cada uno, siguen alertas para una sana convivencia: quizá desde la base -así ha ocurrido siempre- se derribe lo viejo y se levante la armadura de lo por venir -habrá de llegar otro tiempo que nos libere de aquella prisión cuyo único mandato es el desatarse-. Quizá lo peor sea vivir una especie de tiniebla moral, pedir mucho a los demás para no pedirnos nada en nuestra comodidad -y ese ejercicio, con seguridad, procure nuestro remordimiento, aunque no vaya más allá y seamos hábiles en manejarlo y asumirlo como un silente dolor-. Y sólo valdrá el arrepentimiento de nuestra quietud antes que esta gran losa vermicular que nos viene haciendo pedazos con pillaje.

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