Todo principio de año conlleva obligaciones que uno se dicta como un ucase. He de perder peso y hacer ejercicio. He de procurar cuidar mi aspecto -uno lleva mejor ánimo recién afeitado-. Yo acostumbraba a escribirme estos deseos en cuadernos de los que tengo casi un centenar. Ayer, ordenando mi despacho, los repasaba y todos decían lo mismo. Había -y hay- dos columnas que separaban los anhelos personales de los profesionales. Los personales parecen como una carga hipotecaria perpetua -uno piensa (y acierta) que lo mejor es ir pagando mes a mes el crédito; es difícil admitir que nos falta paz propia y para con los otros -también para los más próximos; como que aquélla sólo ha de llegar con la buena pelea. Los anhelos personales, con el tiempo, van ocupando un espacio mayor -importa menos lo que ayer era cálculo actuarial (cuando no codicia) o deseos de posesión (poder)- y pareciera como que uno vive siempre a prueba. Todo es prueba. La emperatriz de Strauss obtiene su sombra tras haber pasado la prueba. Uno, para el año nuevo, propone prueba, como lo hace ante el magistrado; y se dice o fundamenta por la proposición: haré ejercicio para perder peso y sentirme bien; me afeitaré con jabón de enebro y cuidaré mi vestir, así mejoraré el ánimo. Y uno piensa que en esa pequeña intendencia que anuncia podrá arbolar una proposición mayor, como si las cuentas del pequeño camino auspiciasen la prueba que escribes en la página del cuaderno: creceré moralmente -a esto se reduce la hipoteca y el pago. Y en ese deseo de acrecimiento es claro que sería baldío si año tras año menguara nuestro crédito y el pago comenzara a sentirse como insoportable -de ahí que los cuadernos donde uno apunta sus buenos deseos, año tras año, se ensanchen en el margen de lo personal y despachen lo profesional en dos apuntes. Y cuando el año va a terminar uno se encamina -quizá sin darse cuenta del todo- y elige la agenda del año que viene, cuando, en realidad, va a la búsqueda del cuaderno nuevo (la sombra de Strauss) para retomar, de modo regular, el deseo moral que has descuidado en un año largo, como si las hojas en limpio de la libreta nueva te perdonaran y alentaran a que propongas mejor prueba. Y ajustas el pulso para cuidar la letra (y utilizas pluma y no lapicero -tan seguro estás de tu decisión soberbia) y no te das cuenta que has vuelto a iniciar el cuaderno de todos los años. Prestado.