Una parte de España está cansada. Acudimos cada vez con mayor frecuencia al médico de cabecera sin más síntomas que una fatiga gaseosa, inconcreta, y nos dicen que todo está en orden, las pruebas no detectan nada orgánico y sin embargo persiste el cansancio que nos hace anhelar el término del día. Es el puro cansancio de no saber por qué. Si uno es profesor, y tiene cierta edad, ya sabe que su cansancio obedece al síndrome bien conocido de la quemazón; si echa horas de oficina, o se dedica a labores manuales que conllevan esfuerzo físico, tampoco hay que buscar explicaciones, menos aún si uno ha castigado su cuerpo con el ejercicio de correr o montar en bicicleta. Se trata de otra cosa. Es el nuestro un cansancio metafísico que quizá tenga algo que ver con el taedium vitae de los clásicos, amplificado por el bombardeo de estímulos contemporáneos. De una acumulación de pequeños cansancios consecutivos nace el cansancio omnímodo, indetectable por las analíticas pero sí por nuestro cuerpo hecho un trapo. ¿De qué estamos cansados? Estamos cansados de las corrupciones políticas, de las amnistías, del calentamiento global -calores que añaden cansancio al cansancio-, de los móviles, de la tecnología, de los influencers (y de los anglicismos), de tertulianos que pontifican sobre lo anterior, de hombres, mujeres y viceversa, de Sonsoles Ortega. Con este cúmulo de cansancios -incompleto, se pueden añadir más, a la carta- acudimos a consulta y el médico, cansado a su vez de escuchar la misma cantinela en todos los pacientes, nos deriva a casa sin receta porque no tenemos nada que no sea la fatiga crónica de vivir en estos días. Estamos cansados de nosotros mismos.