Si para algo sirven las catástrofes es para ponernos a prueba. Cuando son de carácter colectivo funcionan como detonante para extraer lo mejor, lo más noble de la especie, y en el extremo contrario, para recordarnos que también podemos ser lo peor de lo peor. De los dos extremos hemos tenido prueba en la penúltima tragedia climática -a partir de ahora todas serán penúltimas- que nos han ofrecido ejemplos de generosidad, solidaridad o heroísmo (me refiero a los anónimos y desinteresados no a los que aguardaban la llegada de las cámaras para ejercerlo), contrapesados por otros de miseria moral, póngase aquí a los energúmenos propensos a tomarse la justicia por su mano, a los que se frotan las manos ante la inminencia del negocio y a los que se sirven de la desgracia como arma arrojadiza para derrocar al oponente político. A pesar del intento de algunos por reducir la situación a una historia de buenos y malos, un maniqueísmo peligroso cuando en un plato de la balanza se pone al pueblo y en otro al Estado, hay que recordar que todos somos pueblo, incluyendo al vándalo, al corrupto y al representante político, al que después de todo hemos elegido nosotros. En todo pueblo, como colectivo, se contiene misma dualidad que en un solo individuo concreto. Somos un claroscuro de virtudes y defectos, y si a título individual podemos desdoblarnos en héroes o villanos, jeckylls o hydes, porque no se puede ser un ángel a jornada completa, también el pueblo exhibe a ratos su lado demoniaco que lo convierte en chusma. Dada la imposibilidad de escapar a esta condición bifronte, solo nos queda esforzarnos para que nuestro perfil bueno sea el dominante.