Andrés Trapiello los llamó trenes de largo recorrido. Son trenes de los que uno toma dos o tres en su vida y que te acompañan ya por siempre. Son como una segunda piel literaria -conoces los departamentos, las ventanas mejor climatizadas, los asientos incómodos, adivinas qué vagones son menos ruidosos y, al final, terminas por saberlo de todo: del tren, modo de viajar, que no del último destino-. Siempre fui un lector tardío y perezoso de dichos trenes. Admito que paseaba las estaciones de ferrocarril en soledad y seguía con la mirada aquellos trenes adivinables -algo barruntabas, pero no estabas dispuesto o preparado, terminaba por hacer más honda la soledad del que frecuenta la estación en festivo, sin ningún motivo, sólo para gastar el tiempo. Un día, en Alcázar de San Juan, en el tiempo de espera de un transbordo, me encaré con el Macbeth de Shakespeare -un libro básico de Austral-. Llevaba en la cartera una punta de lapicero de grafito y un afilador -al ser una punta y el libro la mitad de uno de bolsillo, las cosas empezaban a disponerse con cierto orden emocional-. Empecé a acotar -una forma de rapiña para todo escritor-: «como ángeles con lengua de clarín», «echando hiel en el cáliz de mi paz», «busquemos una sombra solitaria donde vaciar de nuestro pecho la tristeza», «y lanzando iguales sílabas de pena» acabemos, «es un cuento que cuenta un idiota, lleno de ruido y de furia, que no significa nada». Subí a mi tren, transbordado del viaje principal, adivinando los mejores asientos, reconfortado y con fiebre, como si entrase en mi nuevo hogar -y así era- y en la mano un billete de largo recorrido. Supe, como cuando Cervantes, mis dos grandes trenes, que empezaba una aventura vital y que vivirla cargado de años y madurez, sería una militancia barroca, como la del educado converso o la del regular de vocación tardía. En mis viajes profesionales buscaba el tren más lento -y hasta los autobuses que tardaban un mundo para llegar a destino- y era muy hábil para hacerme con el asiento idóneo. Y, entonces, casi en posición fetal, como un avaro devoto, afilaba la punta del lapicero, y a cada bache del camino, imaginaba entrar a Lady Macbeth. Sola y con una carta.