España vive en un suceso permanente -no hay día sin su afán- y hasta el mundo todo es como un burlesco -pero hay guerra, destrucción y muerte-. Las cosas no andan como debieran y hay avisos que los doctores en historia -en economía y en ciencias políticas (mejor aún los del sentido común del hombre de la calle)- vienen alertando para preocupación de los más viejos -los jóvenes viven en alegría perpetua, están en su derecho, ya atenderán la marejada turbia que acecha-. Ya dice la Suma Teológica que en el instante mismo cuando cada hombre viene al mundo recibe al ángel encargado por Dios de guardarle -y que jamás lo deja, sin ninguna interrupción, «hasta el último momento de su vida terrestre» (q.113,a.6). Yo me encomiendo al ángel, no sólo por economía procesal, también por cuanto he perdido la fe del gobierno y del utillaje de nuestro vivir en sociedad. Parece ser que San Bertolfo de Gante permanece en grande escándalo avisando de los males que agravan nuestro mundo -no se olvide que es «nuestro» por el derecho más alto-. Bertolfo, cuando amenaza algún peligro grave, golpea contra su sarcófago de la abadía de San Pedro, de manera repetida y fuerte. Los fidelísimos que oran en la abadía vienen sobresaltados del seco y apremiante ruido -creo que hay un poema franciscano en hexámetro rimado que trata del rigor que aplica el santo-. No sólo los asuntos públicos vienen torcidos. En ocasiones el torcimiento afecta las amistades de unos y otros, se aparecen tristes los amigos, alejados de la alegría de la lealtad -qué decir del sentido del honor, que es siempre alteridad- y el vivir se despoja de todo signo externo de cortesía que tiene, al decir de Goethe, «una profunda razón de ser moral». La moral, que se quiso -y quiere- alejada del derecho o del valor de la justicia; la moral de nuestra doméstica estadía en los asuntos vecinales, la moral, en fin, que atempera la discordia y religa las buenas pasiones; la moral que algunos tildan como debilidad propia de viejos, como un instituto anticuado, quizá un decoro excesivo o un decirse honesto hasta en lo más pequeño; la moral que San Bertolfo de Gante nos recuerda golpeando su tumba, valedor de los usos sociales preteridos, del saludo debido al otro, de las maneras suaves y agradables en el trato que, al final, informan a las cosas importantes -ésas que no van bien- y que Bertolfo acaudilla en golpes recios en la abadía de San Pedro.