De manera inesperada y como en un rebrinco, un viejo libro de mi biblioteca que habla de arte, belleza y estética medieval, de Umberto Eco, viene a recordarme tiempos pasados que, naturalmente, fueron mejores que los presentes -siempre lo son- y atienden al detalle y la liturgia. Cuando uno se acerca a las baldas de la biblioteca, curioseando al acaso, un libro cualquiera -sólo que no lo es como tal- se muestra con alborozo y de súbito y, en ocasiones, como ésta, aserena los tiempos brutos que vivimos. Tuve la suerte de conocer a Umberto Eco -y hasta de arrancarle una entrevista- en lo que será otra historia. Pero el detalle me parece pertinente para el disfrute de la columna, de una columna torsa -para mi disfrute, seguro-. Por Umberto Eco me aficioné a San Agustín -fue la tesis doctoral de Ratzinger- y a sus grandes contradicciones. San Agustín y San Pablo son para mí de una beligerancia extraordinaria, de una categórica militancia, como una infantería práctica, un poco como los rigores para hacer comprensible la epifanía. San Agustín, en un inicio, en sus Confesiones, orla una preocupación sincera. Es el drama -dirá Eco- de «quien nos habla del contraste del hombre de fe, que teme continuamente ser seducido durante la oración por la música sagrada». Desconfía de la belleza exterior. Pero esa desconfianza será refutada -refutación es, me parece, empleo inadecuado; tampoco contradicha, quizá mejor acompasada- por un cierto abad de Saint-Denis que, partiendo del modelo de Salomón y su templo, concluye que «la casa de Dios debe ser un receptáculo de belleza». A la música sagrada -como distracción- hay que unir las pinturas para traer a la memoria la vida de los santos -dirá Santo Tomás, «la pintura es la literatura de los laicos»- ya como un estorbo doble que interfiere la oración, pero pronto se concluirá la utilidad de la belleza para pasar del gozo estético al gozo místico. Guillermo de Auvergne lo expresó como una balconada -o quizá un airón- de la honestidad doméstica y propia: «la belleza sensible es lo que complace a quien la ve (...) la belleza interior es lo que procura deleite al ánimo de quien la intuye e induce a amarla». Ah, qué de cosas bellas y de bóvedas caladas, que filtran la luz como de una cierta emergencia.