La Feria Taurina terminó y ya conoce su cuadro de honor, todo analizado y contado al detalle ayer con brillantez en este diario por parte de Pedro Belmonte, por lo que poco puedo añadir, sólo algo en lo personal y es que tardará tiempo en borrarse de mi memoria el toreo de capa de Juan Ortega y la actuación magistral de Emilio de Justo. Como está todo trillado en la parcela artística, quiero centrarme en un protagonista concreto, el público.
Los aficionados siempre nos hemos considerado el ombligo de la Fiesta, los selectos y los que sabemos más que nadie, pero la cruda realidad es que cada vez somos menos y si no fuese por el público, del que incluso hablamos de forma peyorativa en demasiadas ocasiones, este invento se hubiera ido al garete hace mucho tiempo. Yo he sido el primero que, durante esta Feria, en algunas de las crónicas diarias de los festejos, he criticado la facilidad con la que el público sacó el pañuelo para pedir orejas. Otros hablan de que hay que educar, taurinamente hablando, a quienes son mayoría en los tendidos, pero si partimos de la premisa de que el toreo es arte, la respuesta es tan variada como personas presencian una obra.
El público del que muchas veces renegamos es el que ha permitido que en la recién finalizada Feria Taurina se contabilicen unos 75.000 asistentes repartidos entre los 10 festejos celebrados. Dejemos en paz al que pasa por taquilla, porque nos guste o no, es la gallina de los huevos de oro y la Fiesta tiene otros problemas mayores en los que poner el foco e intentar solucionarlos, porque, de lo contrario, también vamos a aburrir al público.