Ramón Bello Serrano

Ramón Bello Serrano


Roma eterna

24/02/2024

Sigo, con cierto interés, las pasarelas de moda y sus historias, el modo y manera de vestirse y al gran mundo que las frecuenta. Para el 2024 se anuncian drapeados y recortes, los azules claro, blanco y lavanda. En realidad la moda es un modo de adivinación. Nos pasamos la vida mirándonos los unos a los otros -y en ese mirar hay aprobación o censura; pero también se afila la malevolencia o inquina-. La adivinación es no sólo por el vestido de los otros; acontece de igual modo cuando atendemos a la indumentaria propia. Uno deja en el galán de noche esta o aquella americana y una corbata a rayas, y, al despertar, a la hora de vestirse, adivina el porvenir del día, así que tiene un indicio o sospecha de que algo saldrá bien (o mal) y puede vestirse con la ropa que preparó o cambiar de corbata -no sé, esto es muy personal-. Colin de Plancy en su Diccionario de profecías y profetas, llamó a este modo de adivinar como estolisomancia. En la batalla de Accio, la flota de Octavio, barrió los navíos de Marco Antonio y Cleopatra VII -y Virgilio escribiría un verso formidable, de esos que jamás escribiremos nosotros: «y avanza la Discordia gozosa con el /manto desgarrado»-. Octavio, inaugurando desde el frente la Roma imperial, reparó en un detalle. Según Colin de Plancy, Augusto se persuadió que le había sido presagiada una sedición militar la mañana antes de suceder, porque su criado le había atado la sandalia izquierda de otro modo de como se debía atar. Hay, por tanto, una manera de adivinar el destino (propio o de otros) observando el modo de vestir o el color. El blanco es importante -claro-. Los visionarios siempre hablan de un hombre vestido de blanco. Ezequiel lo dirá: «Entre ellos había un hombre vestido de lino con una cartera de escribano a la cintura». Juan Engelbrecht se halló a las puertas del infierno y el Espíritu Santo se le apareció bajo la apariencia de un hombre vestido de blanco y lo acompañó al paraíso. Y lo mandató de vuelta para que contase todo lo que había visto. La gente lo creyó sin la menor duda cuando seguían su narración sintiendo «el pestífero hedor del infierno». Entre la nariz de Cleopatra y la sandalia de Octavio se erigió la Roma eterna.