Ramón Bello Serrano

Ramón Bello Serrano


Las llaves

27/07/2024

Las puertas se abren ahora con tarjetas de plástico codificadas, con lectores de un artefacto circular y diminuto, con la huella dactilar o el reconocimiento visual. Se ha perdido el ático poder de las llaves. Walter Benjamin lo escribió en modo categórico: «Oscuro, tenebroso es el poder de la llave». El poder abrir lo que está vedado a otros tanto de modo activo como pasivo -el niño que oye cómo el padre riguroso introduce la llave y entra en casa para intimarle (o aún más allá: el ruido del picaporte, tan de don Juan Benet). Tener la llave. Tener la llave es un dicho ya muy gastado -tener la llave para este triunfo; tener la llave como un mérito -que se muestra- arrollador; tener la llave como un don de silencio y de reserva -mejor esta llave reservada y mitógrafa-. Los serenos, tan pesados con las llaves de un barrio entero, tenían las llaves como reserva y advertencia -también el mérito legal de mostrarlas con imperio-. Algunos hemos llamado al sereno antes de su desaparición -ya no cantaban las horas, pero acudían de madrugada en caso de apuro-; dejaban su tarjeta en casa por Navidad para cobrar un paupérrimo aguinaldo. Con frecuencia las llaves propias guardan a los espectros obstinados -esos sueños repetidos y angustiosos; de tan repetidos parece uno controlarlos; pero no; doblan la angustia de angustia- y aquellas llaves abren caminos de iluminación difusa que hemos de recorrer casi a tientas y con miedo cierto (o por mejor decir: con cierto miedo) y es por ello que la cosa cambia cuando uno se apodera de las llaves de otro y atiende a su orden o desorden -mejor es devolverlas pronto-; las llaves de una caja de tu padre o de un secreter de la madre: allí están las fracturas profundas de las que no tenemos noticia -ni debemos-. Tener la llave es disponer de una facultad genérica -y también personalísima: uno sabe atinar mejor que otro y hay llaves tramposas que giran en sentido contrario a las agujas del reloj para abrir-. Montaigne -querido Juan Bravo- cuando trabajaba se reservaba una trastienda y una llave, «para tener ordinaria charla con uno mismo y alma capaz de volverse sobre sí misma»; ¡qué hubiésemos dado por entreabrir la trastienda y mirar en secreto un poco!  O qué blasfemia tan grande sería pretender tener en las manos las llaves de la muerte (Ap 1:18) o al menos disponer de aquellas que nos permitan, aunque fuere bajo condición, eludir nuestra prisión moral.

ARCHIVADO EN: Plástico, Navidad