Ramón Bello Serrano

Ramón Bello Serrano


Mirabeau

16/12/2023

Ortega es un gran palabroso o palabrista. No como el hombre que habla mucho y sí como el hombre lúdico, capaz de atraerse el auditorio, o al lector en un juego de palabras -las palabras son peligrosas, el amor puede nacer de una sola metáfora; escribirá Fernando del Paso que, como Octavio Paz, son capaces de ir más allá a la grupa de una expresión de fortuna. Ortega, al que Vargas Llosa leyó durante años como una medicina diaria, poco a poco, pero sin faltar a la cita, hace de Mirabeau un ejemplo de la palabra política, que terminó por ser poco escuchada, pese a ser profundamente romántica y liberal. Ortega, que de lo primero nada tuvo, define el habla romántica en la política, sirviéndose de Mirabeau, que "encuentra en sí, mágicamente presto, el formidable instrumento para la nueva forma de vida pública: la oratoria romántica, la magnífica musa vociferante de los Parlamentos continentales, que sopla (...) haciendo tormentas e imponiendo calmas". Ortega, que impugnaba los discursos ajenos desde sí y no desde lo dicho por el otro, amaba la retórica de Mirabeau, del que adivina una política nueva (la Monarquía constitucional) y la arquitectura de los principios liberales como emoción, principios y gestos. Algo de esto me ha parecido siempre el empeño de los hombres que hicieron posible la Transición política española. En aquellas cortes, el estilo y la emoción, anunciaban el futuro, no sin orillar sus limitaciones y hasta sus vicios. La retórica de entonces ha desaparecido en el presente -quizá porque los fundamentos de la democracia liberal conllevan la carga de la responsabilidad política como instituto inatacable por los partidos- o quizá la retórica de hoy es distinta -y distante- a la del motivo que Ortega eligió para asentar su modo de hacer política en las Cortes republicanas -aunque es sabido que la política la hizo Ortega desde los periódicos. El motivo lo fue Mirabeau (hacer política desde sí para contradecir el argumentario paupérrimo de los otros) del que alabó su retórica -aunque lo fuese «oratoria y pelambre y leonismo»-. La Revolución lo enterró pomposamente en el Panteón para luego desenterrarlo con escarnio. Parece que el escarnio ha acampado en la política española para quedarse.