Nuestra vida está marcada, como las monedas, por dos caras, una opuesta a la otra y, como no podía ser de otra manera, siempre marcada por la economía, que es la que todo lo mueve. El primer ejemplo es demoledor, porque el uno por ciento de la población acapara casi dos de las terceras partes de la nueva riqueza generada desde 2020 a nivel global y es casi el doble que el 99% de la humanidad. Riqueza frente a pobreza, dos polos opuestos, como el Norte y el Sur, como la paz y la guerra.
Los conflictos de Israel con Hamás en la Franja de Gaza y con Hezbolá en Líbano acaparan hoy el foco informativo, dejando en un segundo plano el ya prolongado por la invasión de Rusia en Ucrania, pero la realidad bélica de nuestro mundo del siglo XXI es que en la actualidad hay más de medio centenar de guerras activas, la mayor cuantía desde la II Guerra Mundial. Junto a las citados, se viven otros conflictos armados a gran escala en Burkina Faso, Somalía, Sudán, Yemen, Nigeria o Siria, pero estos y los restantes hasta superar los más de 50 que hay en la actualidad pasan desapercibidos para la mayoría de la sociedad.
Lo que hay detrás de todas estas guerras nos devuelve al principio de este artículo, la economía y los intereses de unos y otros por tener un poder que se traduce después en dinero. Especialmente le interesa que haya conflictos a las empresas armamentísticas y al país en el que se más se concentran, porque eso se traduce en producción y en rentabilidad para ellos, aunque sea a costa de la otra cara, que son los países en conflicto, que se quedan con la destrucción y la pobreza.
Lo malo, para todos, es cuando las guerras se van de las manos.