Este fin de semana viajo a Madrid para ver un musical y visitar un par de exposiciones. Pero sobre todo para soltarme un poco el pelo. Y me refiero naturalmente al proverbial «pelo de la dehesa», que es el que nos crece a los de provincias cuando llevamos mucho tiempo anclados en nuestro lugar de origen, lejos de los fulgores capitalinos. Sin duda hemos superado aquel infame tópico que encarnaba Paco Martínez Soria cuando recorría la ciudad con su boina y su cesta bajo el brazo, maravillándose de todo lo que veía. Confieso, sin embargo, que algo de admiración sí que experimento cuando paseo por la Gran Vía y me enfrento a esas estampidas humanas y a esa flota enorme de vehículos de bajas emisiones. Sin necesidad de salir del puro centro, siempre tengo la sensación de que Madrid es exageradamente grande, que por allí pululan demasiados guiris y gente estrambótica y que, sin duda, en Albacete se vive mejor. Y aun así siento que se me ensancha el pecho y el espíritu conforme salgo de la estación y enfilo el Paseo del Prado o la calle Atocha. A diferencia de otras grandes ciudades, Madrid es una urbe acogedora a su manera hosca y un tanto rufianesca, y no es difícil sentirse bien allí una vez superado el agobio de los primeros momentos, sobre todo cuando se viaja sin prisa y en fin de semana. El problema de fondo, quizás, no es que la capital sea demasiado grande, porque el metro es lo más parecido a la teletransportación que se he inventado, y al Google Maps sólo le falta una extremidad robótica que te lleve de la mano. El problema es que Albacete se nos ha vuelto excesivamente pequeña. Ésa es al menos mi sensación, que somos una modesta ciudad que un día soñó con volar muy alto y al final nos hemos pegado el gran batacazo.