Las noticias del desastre que ha provocado la DANA nos sacuden en lo más íntimo. El dolor es un sentimiento universal. A las informaciones de guerras y catástrofes en otras latitudes respondemos con tristeza y compasión. Pero a menudo se trata de sentimientos amortiguados por la distancia y el hecho de sentir ese sufrimiento como ajeno. Esto es diferente. Las imágenes de esos tsunamis que han arrasado poblaciones enteras en las inmediaciones de Valencia, la furia inconcebible con que las aguas bajaban por ese barranco en Letur, los vehículos amontonados, los edificios reducidos a escombros, los testimonios de personas que literalmente se han encontrado con el agua al cuello, sepultadas en lodo, temiendo por su vida, los muertos, los desaparecidos… Todos tenemos familiares y amigos que han sufrido y sufren ese infierno en sus propias carnes. Ese infierno es el nuestro. La catástrofe, en parte natural, en parte provocada por la imprevisión y la irracionalidad inmobiliaria, nos ha devuelto de repente al centro geográfico del dolor. De momento, lo único que se puede hacer es confiar en el esfuerzo de quienes se dedican a ayudar. Y desear lo mejor (o rezar, en caso de ser creyentes). Y también vivir este Día de Difuntos con un sentido distinto a la tontería de Halloween, el que poseía originalmente, que era el de recordar y rendir homenaje a los familiares y amigos que ya no están con nosotros. De paso, convendría que recordáramos que este dolor que ahora sentimos es el que experimentan a diario en Palestina, en Líbano, en Ucrania, en las zonas arrasadas por hambrunas, en las frágiles embarcaciones con las que tantas personas desesperadas se hacen a la mar, en todos esos lugares que, vistos por televisión, parecen pertenecer a otro planeta. A menudo hablamos de solidaridad, una de las palabras más desgastadas del diccionario. Invoquemos hoy el concepto de fraternidad, tanto con el sufrimiento cercano como con quienes sufren en la distancia.