Con los traductores me ocurre como con los viajes. Uno está acostumbrado a viajar con los viajes de otros -con Stendhal por Roma; Kant no salió de su aldea natal; Enrique El Navegante jamás puso pie en un barco; y el señor Pickwick salió de Londres para contar lo visto al resto de asociados de su club. Admito mi rareza incomprensible para casi todo el mundo -excepto a los miembros de una asociación constituida que defiende su derecho a no viajar-. Con todo he viajado mucho a través de mi biblioteca -muy especialmente con Paul Theroux (el gran viajero de ferrocarril) y Javier Reverte y Jan Morris o Norman Lewis-. Pero hoy voy a otra cosa deprimente. Quienes no sabemos idiomas estamos sujetos a la traducción. El texto original pasa por el mundo del traductor (no sabemos si en el período en que tradujo a Shakesperare sufría de amores u odiaba a algún competidor o estaba en calma perfecta; desconocemos su musculatura espiritual -en realidad lo desconocemos todo, a salvo el estudio o introducción (que suele ser muy técnica) y en ese pasar, el lector lego del idioma (no poder leer a Proust en francés o ser de todo punto imposible leer Finnegans Wake -intraducible) ha de estar a una locución famosa de Pushkin, que describe a los traductores como los caballos de postas de la cultura-. Uno va recorriendo determinados lugares literarios -pienso en los grandes novelistas rusos- y va haciendo paradas para servirse de los caballos de relevo -sanos y descansados para proseguir la lectura que, como en los viajes, lo es viajando y leyendo con ajenas lecturas. Si en una librería toma uno una edición del Quijote en alemán hay como una repulsión instantánea -es más, parece una injuria o desdoro de Cervantes y nuestro-. He recordado, ahora, en una reunión en Zapateros, cómo Juan Bravo -doctor y catedrático en francés e inglés- leía una traducción de Borges, quizá para pulsar el aliento del traductor -Juan tiene una traducción formidable y ya canónica del Rojo y Negro de Stendhal- y medir su ritmo y armonía, para compararla con la suya propia. No es lo mismo pasear Roma que hacerlo a través de un libro -aunque cuando uno visita Roma, ya la visita con el pasear de Stendhal- y es muy cierto que no es lo mismo mirar Las Meninas en el Prado que verlas en el ordenador acompañándonos de don Eugenio d'Ors -con sus chatarreras falangistas-. Bien, bien, conformes, de acuerdo -o no tanto. Pero en ocasiones distanciar objetiviza en el corriente curso de las cosas.