Malas sensaciones, a todas horas y en cualquier lugar. En la huerta sur de Valencia siguen sufriendo. La pesadilla no termina. Es más, parece que es ahora cuando empieza lo peor. A los cientos de muertos y la ruina de miles de familias y negocios, se suman ahora los, ya diagnosticados, problemas de salud que empiezan a afectar a muchos de nuestros compatriotas que siguen expuestos, casi a pecho descubierto, a los estragos de una catástrofe que ha dejado al Estado con el culo al aire. Unos por otros, el barro sin recoger y han pasado ya más de tres semanas del fatal momento en el que la naturaleza quiso demostrarnos que no somos nada ante su furia cuando se presenta de forma tan caprichosa, como desmedida y feroz. Observo la imagen de un vecino de Paiporta andando, al atardecer, por una calle que todavía parece sacada de una película apocalíptica, cuyo desgraciado relato no lo puede superar la mente más enferma del guionista más truculento de Hollywood. Lleva una mascarilla, de las de la pandemia, cubriendo su rostro por lo que sólo atisbo una mirada hundida, aún estupefacta. Deambula lentamente, como sin rumbo exacto. Intento imaginar qué irá pensando mientras quiero adivinar en el color de sus botas que apenas se distinguen por el lodo que las cubren, formando una especie de costra imposible de limpiar, y menos, olvidar. Me entristece profundamente entender que él podría ser yo, o usted. Empatizar de inmediato con ese transeúnte anónimo que pasea taciturno ante el desastre total y me resulta fácil entender que sus malas sensaciones ya duran demasiados días, a todas horas y en cualquier lugar. Él fue uno de los que cuando por fin amaneció el 30 de octubre, y tras apenas dormir unos minutos, y a salto de mata, deseó soñar que aquello sólo era una pesadilla imposible. Pero no, todo era tremendamente real. Entonces fue cuando corrió a asomarse a su ventana para comprobar cómo las diferentes administraciones se habían movilizado -efectiva y sensiblemente- para sacar a los muertos del fango y a los vivos de las fauces de una maldita ola gigante y asesina. Pero no. Nada, ni nadie, había acudido en su socorro y el de los suyos. Casi un mes después, nuestro paiportino, cuando mira a su alrededor y a pesar de que algo ha mejorado la situación de su malogrado pueblo, sigue teniendo una sensación mala, a todas horas y en cualquier lugar. Le acompañará durante el puñetero resto de su vida. Como a mí, y a usted.