Mi madre tenía, en la terraza interior, geranios, los cuidaba mucho, hoy restan un tanto desarbolados, me apenan algo -hablo con Celaya en la calle del Rosario-. Vengo de su exposición extraordinaria -todo en Juan es color e imperio-. El arte tiene estas cosas. Al final la buena pintura, de modo silente, termina por leer al hombre que la mira -y yo me quedé recreándome en la terraza de mi madre, ayer mismo, en un óleo sobre tabla, cuando me acercaba a mirar, en la exposición, los geranios de Celaya-. En mi despacho tengo una tabla de amapolas que Celaya me regaló el 11 de mayo de 1996 -en la exposición en el Museo Municipal, que se cerrará el próximo 23 de marzo, puede verse ese oratorio plural de primavera y olivos- y ni las amapolas de Juan ni yo somos lo que éramos ayer. Yo me veo más viejo y las amapolas van remaneciendo todos los días -no han perdido nada-, vienen acrecidas, así pueden -y deben- verse en las series de amapolas y cebadas, olivos y primavera. Su persistencia y genio es -me parece a mí- la belleza convulsa, la belleza del color -de ahí que hablemos del imperio del color, como si de un magistrado que traza en la tabla sus primeras manchas, fuere dejándose un trozo de vida para los otros, que ya es dejar mucho, pero esa liberal cesión jamás afloja el dominio y la soberanía que Celaya ejerce sobre el color conquistado-. Cuando me despido de Juan voy a casa de mi madre y le muestro una fotografía que he tomado de óleo sobre lienzo -son tres geranios vivísimos que te procuran como una alegría del vivir, pronta, casi como un mandato del poder de Juan. Tras casi una treintena de años he vuelto a cruzar palabras con Celaya -recordamos su exposición del Ateneo (lo vendió todo) y unas líneas que publiqué en esta casa, y en un libro mío de memorias (cuando en la treintena se puede decir de todo y de todos de modo imprudente)-. Juan Celaya y sus amapolas cierran aquel ejercicio de memoria litigiosa -el índice onomástico es desolador: casi todos están muertos-. Celaya tiene algo que nadie le podrá quitar jamás: el imperio, esa cualidad etrusca y romana, esa autoridad capaz de dictar sentencias mediando el color. Le veo ya de espaldas, en la calle del Rosario, como si hubiere dejado en el Museo Municipal su gran cosecha en tablas y óleos -y de paso quedan en mí recuerdos imborrables. Como el mandato del vivir-.