Ramón Bello Serrano

Ramón Bello Serrano


Irredentos

15/02/2025

Tienen un algo los grandes novelistas rusos que te provocan como un zambullirte en la mar y ya desde su preceptiva literaria -aunque tú no lo sepas- te asisten de maderos y lorzas para evitar el naufragio. Lenin decretó en julio de 1918 que se erigieran estatuas a Tolstói y a Dostoievski -quizá el alma rusa y la redención por su Iglesia ortodoxa no eran rival para la severidad revolucionaria-. Esto quisiera escribirlo con más calma. Steiner había dicho a propósito de este asunto que los rusos «entendieron a Dostoievski de un modo muy semejante como el Inquisidor entiende a Cristo, viendo en él al eterno «perturbador», el sembrador de la libertad y la tragedia, el hombre para quién la resurrección de un alma individual era más importante que el progreso material de toda una sociedad». En el monólogo del Gran Inquisidor, Iván y Aliosha dialogan sobre la fe en Dios y la figura de Cristo, la libertad y la esclavitud del hombre, la compasión y la muerte. El Inquisidor censura que Cristo haya vuelto -siquiera por un instante- y le reprocha que su aparición malogre el trabajo duro de la Iglesia en educar al populacho. En Crimen y Castigo la redención de Raskólnikov lo es por medio del arrepentimiento religioso (a la rusa) y confiere a su salvación aquella importancia -la conversión de un alma individual vale más que todo el progreso-. Tolstói llegaría a ir más lejos al dar cierta forma al castigo y arrepentimiento: creó su propia iglesia y ahormó su dogmática en Montaigne -sus libros de cabecera: los Karamazov y los Ensayos-. El decreto de Lenin no pasaba de ser un fuego de artificio -Tolstói defendió a su modo (a la rusa) el derecho a vivir de los revolucionarios condenados a muerte por el zar; y Lenin le recriminó en público, llamándole caduco, débil y viejo. Pero yo creo que había algo más. En el caso de Dostoievski la planta de su iglesia la elevamos sus lectores -nos distinguimos de inmediato por nuestro credo-. Steiner alabó el gusto de los universitarios de la Sorbona que en 1957, al rellenar un cuestionario, colocaron a Dostoievski por encima de cualquier escritor francés. Stalin demonizó a los grandes novelistas rusos y encerró a Gorki en jaula de oro -lo vigilaba sin descanso- por cuanto la salvación de un hombre o de un grupo de hombres perturbaban su sed de mal. Los maderos y lorzas en el mar bolchevique eran -y son- grises e irrendentos.