¿Algún voluntario que me ilustre en la ciencia de hacer maletas? Reconozco que soy pésima en estas lides. Dilato al máximo el momento de enfrentarme a mi maleta, que me acecha con sus facuces abiertas, ávida de bultos que le den sentido a su existencia, hambrienta de ilusión y de planes y siempre sacando músculo alentando mi listado de «porsiacasos» y sugiriéndome que no ceje en el empeño de agigantar la montaña, que al final siempre cierra, empachada eso sí, pero siempre cierra.
Y me vengo arriba, serán tres semanas en el pueblo y esos son muchos días y muchas horas. Y amontono los vaqueros y algún jersey por si refresca, que en la presierra ya se sabe que alguna noche el termómetro se encoge. Apilo mil camisetas y otros tantos bañadores, zapatos de todos los colores y alturas, una cantidad ingente de complementos que suban el outfit, ropa interior como para un año más todos los cacharros tecnológicos y sus correspondientes accesorios de cableado. Todo ello sin obviar el kit de bolsa de aseo y su listado infinito.
Todo ese esfuerzo para luego pasar mis veinte días con las chanclas y un vestido piscinero acompañado de cero complementos, cero maquillaje y toda la comodidad del mundo.
Y es que no aprendo, no escarmiento, siempre se me olvida que esos días de ensueño lo único que tengo que meter en mi maleta es la ilusión, la desconexión, la regadera que nutra mis raíces y toda la actitud. Unos cuantos libros y mis gafas de leer. Y, como cantaba Aute, «nada más, apenas nada más».