Lanzo una mirada al retrovisor de mi vida y me veo esperando nerviosa aquel domingo de septiembre. Esa noche me iba a la cama ilusionada, como cuando vienen los Reyes Magos. Mis padres nos hacían madrugar porque Albacete se cobraba una hora de viaje desde mi pueblo y era de obligado cumplimiento la cita con las vaquillas en aquella plaza de toros que a mí, simplemente, me impresionaba. Lo sigue haciendo.
El Renault 6 que conducía mi padre nos enlataba como cuatro sardinas a mis hermanos y a mí en la parte de atrás. Por ser la pequeña pagaba el precio de ir tomada por alguno de ellos. Sin cinturones de seguridad, sin airbags, sin aire acondicionado, sin silla para niños, inhalando el duelo entre el aroma de pino del ambientador y el de la tortilla de patata cocinada por mi madre (porque, aunque comíamos en casa de mi tía Julia, el protocolo entre hermanas exigía contribuir con algunas viandas), y escuchando Ay, amor de hombre o Eres tú, en las enormes voces de Mocedades. Ese trocito de felicidad que entonces no valoraba y que ahora es un diamante en mi biografía.
Y allí pasábamos el día, en la Feria. Caminando por el paseo cogida de una mano adulta a la que desgastaba dando tirones porque todo me sorprendía, todo me atraía, abrumada por el ruido y las luces, y gente, mucha gente, y risas, muchas risas, y despreocupación, diversión, los cinco sentidos echando horas extras. El viaje de regreso siempre dormida, agotada, soñando probablemente con la Feria del año siguiente.
Qué no daría yo por poder volver a coger esa mano.
Feliz Feria, queridos lectores.