No te deseo una feliz Navidad, eso ya lo habrán hecho otros.
Pero si te deseo que vayas soltando lo que te pesa, lo que te pellizca el corazón y anuda tu garganta, lo que lastra tus ganas de volar y aquello que mutila una y otra vez tus alas aventureras.
Te deseo el valor necesario para marcar los límites, aunque incomode y provoque sorpresa. Te deseo que escuches a tu cuerpo antes de que sea él quien se cobre la factura de tu sordera crónica.
Ojalá seas capaz de verbalizar el «no» sin remordimientos, sin miedo a defraudar las demandas de los demás, a los que normalmente priorizas olvidándote de ti. Te deseo la paz que necesitas para dejar de maquillar tu sonrisa. Te deseo un rostro sereno que refleje que eres tú quien maneja las riendas de tu vida.
Te deseo la dosis de naturalidad suficiente para expresar tu solicitud de ayuda y que no te sientas débil por ello. Ojalá ganes la batalla contra tus inseguridades, las que minan tus pensamientos y alimentan tus prejuicios.
Te deseo un escudo que te proteja del verbo mediocre, del dardo lanzado desde la cueva de la envidia y de las miradas cargadas de resentimiento y amargura que no son más que señales inequívocas de debilidad.
También te deseo la habilidad para gestionar el fracaso que, bien diseccionado, no es sino un aprendizaje personal brutal repleto de herramientas para continuar el camino.
No, no te deseo una feliz Navidad ni una Navidad perfecta, porque la perfección es siempre un postizo tramposo e irreal, pero lo que sí te deseo es que la disfrutes en la mejor compañía.