En cuanto llegas a la caja del centro comercial, con tus chirimbolos en la mano, lo primero que te preguntan es si es para regalo, da igual que sean unos pantalones o un plafón de luz led, mis más recientes adquisiciones. Solo por ahorrarnos el retardo que conlleva el enojoso embalaje, se contesta que no, cuando lo cierto es que esas compras son regalos que nos hacemos a nosotros mismos, ¿y no merecen acaso la dignidad de un bonito envoltorio? Lo que separa el regalo ajeno del propio es la intriga no exenta de ilusión: venido de otras manos, no sabemos lo que oculta ese paquete que por su envergadura tanto pueden ser unos bombones como unos calcetines, pero esa misma ilusión puede revertir en disgusto y de hecho fomenta un mercado alternativo de reventas o devoluciones. Hace ya mucho tiempo que renuncié a recibir regalos, especialmente de libros, y así lo manifesté entre mis allegados. Cabía el riesgo de que ya los tuviera, o peor aún, de que fuera el último Planeta. De modo que opté por el sistema de autoabastecimiento que a costa de eliminar el componente sorpresa garantiza la satisfacción plena del destinatario, yo mismo. Pero hay otros regalos que nos llegan sin pedirlos, tienen un receptor universal y son mejor bienvenidos que si procedentes de un tropel de magos o de noeles: el de este enero ha sido el frío. Anómalo es concebir como don algo que debería tenerse por natural e inexorable, pero en el desorden actual de las cosas un invierno como Dios manda constituye todo un privilegio. Pidamos ahora –actualizando las rogativas antiguas- que no haya que devolverlo antes de tiempo.