En condiciones normales esta columna iría destinada a homenajear a nuestro primer medallista de oro albaceteño. Huelga decir que Santi Denia, el seleccionador olímpico de fútbol, merece esta columna por sí solo por razones obvias conocidas y celebradas. Lo dorado de lo conseguido con sus chicos, en París, es algo que pasa a la historia del mejor balompié nacional y, por ende, albaceteño. Y por eso, y de nuevo, aplaudimos a rabiar su enorme valía como entrenador y aprovechamos, por supuesto, para recordar que fue uno de los mejores defensas de este país vistiendo la camiseta del Atleti y la de la selección nacional. Si estas líneas hubieran sido escritas por alguien en su sano juicio, este tributo a Santi se extendería hasta el final de esta página. Pero no es así, porque el que la firma se consternó en las mismas horas en las que La Roja olímpica ganaba su segundo oro, con la muerte inesperada y prematura de Polo, más conocido por todo como El Hombre de Rojo. Con su marcha, perdemos a un personaje tan peculiar como único. Un tipo que vestía de color encarnado, y de arriba a abajo, desde siempre y durante todo el año. Y así se paseaba por toda la ciudad y, sobre todo, ponía un punto encarnado y diferente a esas tardes y noches localizadas en diferentes pubes de La Zona, entre los que destacaba El Torito, su refugio favorito al caer en esta tarde que se adentra inexorablemente en la noche como el que no quiere la cosa. Contaba la leyenda que Polo había escogido el bermejo para vestir su vida por una promesa hecha a su madre. Pero se nos ha ido a la tumba sin confirmarlo. Tras lo extravagante de su apariencia se parapetaba una persona dotada de una forma punk de interpretar y afrontar una realidad que le repelía en demasiadas ocasiones. Y de una personalidad valiente y díscola, a prueba de formalismos y adocenamientos. Además de exhibir un sentido del humor tan ácido como lúcido y, siempre, felizmente cabrón. Seguro que Santi y Polo -tanto monta monta tanto- se conocían, al menos de vista. Tristemente el segundo se quedó sin ver cómo el oro ya cuelga del cuello del primero. Dos hombres de rojo.