Los españoles sabemos muy bien que los mejores tomates del mundo son los nuestros. Como las naranjas de Valencia o los plátanos de Canarias, entre otras incuestionables delicias nacionales. Lo nuestro no tiene parangón, sobre todo si es una verdad como un templo. El problema es que, cuando sale cualquiera foráneo a quitarle gloria a lo procedente de España, adolecemos de la necesaria contundencia para defendernos de esos ataques tan injustos como innecesarios que, en este caso, afecta frontalmente a varias de nuestras joyas autóctonas. Quizá tiene que ver en ello que muchos españoles hace mucho tiempo que no nos zampamos un tomate o una naranja en condiciones; ya que en la mayoría de los supermercados lo que se nos vende es material de segunda o tercera traída desde Marruecos, Sudáfrica o Tombuctú, quién sabe. Será porque, tal y como nos estrangula la inflación subyacente, la calidad de lo que comemos ha pasado a no ser lo más importante frente a la posibilidad de poder disfrutarlo en la mesa y a diario, aunque sea incomible, no sepa a nada y, por supuesto, no nos aporte las vitaminas buscadas. A la ministra de Agricultura francesa -alguien tan malvada como manipuladora- le conviene confundir al personal igualando los exquisitos tomates ibéricos con los criados en el Reino de Marruecos, aunque, como todo el mundo sabe, no tienen absolutamente nada que ver. Pero hacer creer a los suyos que son lo mismo, le ayuda a localizar un enemigo al que atacar, partiendo, además, de aquello tan rancio de que Europa empieza a partir de los Pirineos. A este infausto personaje se le olvida que España es tan europea como su querida Francia, al menos a efectos de mercado común. Nosotros sufrimos, ante el aumento exponencial de las exportaciones de fruta y verdura marroquí, en la misma medida o más que cualquier otro país de la UE; por cierto, esa misma organización que lo permite desde hace décadas, sabiendo que se dispensa a menor precio porque su mano de obra está peor tratada y pagada y, lo peor de todo, se cultiva sin cumplir con todo ese marasmo de medidas fitosanitarias, ambientales y ecológicas que se les exige a los agricultores españoles. Aclarado el asunto lo que nos queda como consumidores, cuando vayamos a comprar tomates, es consultar concienzudamente las etiquetas para comprobar sus calorías, su valor nutricional, además, de su precio… pero, sobre todo, su origen. Si es español será bueno.