Tengo la costumbre de leer dos libros a la vez. De día, leo en papel. Por la noche, en la cama, leo en formato electrónico. Los dispositivos modernos permiten leer con la luz apagada, con lo que uno puede prolongar la lectura cuanto desee sin molestar a quien descansa a su lado. Lo lógico sería leer el mismo libro alternando entre ambos formatos. Otra opción razonable sería cambiarse de género: ensayo de día, novela de noche, por ejemplo. Lo que yo hago, sin embargo, es leer dos novelas de forma simultánea, con el consiguiente desbarajuste de mi experiencia de lectura. Pongamos que en horario diurno esté leyendo una novela humorística y en la cama me decante por una historia policíaca llena de asesinatos truculentos. Pues bien, siempre llega un momento en que comienzo a mezclar las tramas y los personajes de ambos libros. Mientras leo la historia cómica, doy por hecho que en cualquier momento alguno de los personajes va a aparecer asesinado. Luego, cuando estoy con el thriller, no logro evitar que la otra novela contamine mi lectura y encuentro muy cómico el hallazgo de un cadáver con las tripas de fuera. Mientras leía la saga Blackwater (de la que les hablé hace poco) completé la lectura de al menos otras tres novelas en formato electrónico, dando por hecho que en cualquier momento uno de los miembros de la familia Caskey se iba a colar en la última novela de Paul Auster o de Haruki Murakami. Si me paro a pensarlo, lo que me ocurre no es tan raro. Cuando un libro nos cautiva, es frecuente que su influjo se prolongue más allá del tiempo de la lectura y que sus ecos resuenen en libros futuros. Lo mío es sólo un caso extremo de intertextualidad, que es el término académico para designar el modo en que unos textos se reflejan en otros. Libros dentro de otros libros. Historias dentro de otras historias. Mezcladas. Revueltas. Como la vida misma.