A dos semanas escasas de convertirme en pensionista, no tengo tiempo de abandonarme a la nostalgia y el sentimentalismo. Como podrán imaginar, hay una serie de cometidos que todo trabajador debe abordar antes de colgar el cartel de «cerrado por jubilación», máxime cuando, como es mi caso, se trata de un funcionario que ha permanecido durante más de tres décadas en el mismo puesto de trabajo. La primera obligación sería más bien una devoción, y consistiría en mandar a freír espárragos a todo aquel que ha contribuido a que estos últimos años hayan sido especialmente difíciles. Sin embargo, dejarme llevar por el rencor no sería sino un modo de que me señalaran como un amargado (o «malfollado», que diría mi amigo Antonio García), por lo que tal vez me limite a alzar mi dedo corazón en una airosa peineta conforme rebase esas puertas por última vez, y que se dé por aludido quien corresponda. Pero antes debo esmerarme en borrar cualquier traza de mí que quede en mi lugar de trabajo, empezando por la taquilla donde guardo mis objetos personales, cuyas generosas hechuras la convierten prácticamente en un armario. Todavía recuerdo con emoción el día en que me gané el derecho a usar uno de esos espacios, que he ido llenando laboriosamente hasta el punto de sentir que era yo quien estaba metido allí dentro, como si de un sarcófago o un ataúd se tratara. Ahora toca el desalojo, no solo de libros y papeles, sino de todas las horas y sentimientos y vivencias que han ido abarrotando su interior. Su próximo inquilino está impaciente por ocupar el armario del que yo estoy a punto de salir, y debe encontrarlo despejado, al menos en un sentido material. Le ruego que tenga paciencia si al abrirlo se topa con algún rescoldo mío mascullando juramentos en arameo. Si es necesario, le aconsejo que se ponga en contacto con un santero o con un exorcista. Invita la casa.