Ayer mismo, con tal de orillar la acedía, me afeité a navaja y me comí dos torrijas. Usé un jabón de enebro y una brocha de tejón -al frente del lavabo una bacinilla para barbear y a mi izquierda una correa de cuero para afilar-. El afeitado a navaja -sobre todo si es a contrapelo y al recortar los bordes- es una liturgia que dignifica ese vivir que se pretende más alegre. De seguido me crucé para el Altozano -era mediodía y ya iba con la idea de sentarme al sol- y compré dos torrijas. Eran torrijas modestas -las había visto el día anterior doradas y un pecado de azúcares y canela- y me senté al sol ya primaveral, que es el sol del buen humor -y el buen humor ayuda como el enebro al rasurar. Eran torrijas de bocado -dos a lo sumo- y el primero de los bocados adivina el segundo, donde te reservas el reborde o la puntilla de la fritura para que el pecado lo sea espléndido -don Juan Varela tiene una novela corta que habla del pecado; en concreto del último pecado, como el segundo bocado-. Iba el azúcar rebordeando casi contando una sílaba más o de menos y sentía ya el empobrecerme -ya nada en las manos- y noté que la piel me tiraba un poco, quizá un rasguño que cicatrizaba rápido. El afeitado tan singular era -sin duda- una victoria moral. Las pequeñas victorias siempre son morales -quiero decir que son muy de uno, muy propias- y otorgan tiempo a los problemas graves. Son victorias -además- que eluden la tentación de nuestras quejas más compasivas, que siempre son las propias Si hay victoria ha de haber, tras la acción de vencer, el término, la canela, nuestra vuelta a la alcazaba de todos los días. Trocar el orden lo trastabilla todo -un hombre mal afeitado, al sol y derritiendo una torrija- por cuanto la semejanza no implica la disposición correcta de las cosas. Hay melancolía y una pasada de navaja y un bocado que adivina ya el segundo y un sol benévolo y atento. Ya de vuelta, bebiendo café frío, como un tiro de pistola, el jabón de enebro, al modo de nuestra alcazaba moral, parece darle a esa relevancia civil otro aire, más despabilado, nos resguarda (o aguarda nuestra llegada, tal y como la disposición del dulce en el despacho de pan, o el cuero que procura el filo) y nos hace preferibles, conformes a lo bueno, mejores -sin duda-.