En una novela de ciencia ficción que leí hace tiempo, el gato del protagonista estaba convencido de que una de las puertas de la casa tenía por fuerza que conducir al verano. Supongo que uno solamente se cree estas cosas si es un gato o un niño pequeño, pero la idea encierra cierto lirismo y también cierto grado de consuelo, y más en estos días en que la meteorología parece empeñada en recordarnos que el verano va quedando atrás. Con independencia de lo que afirme el calendario sobre solsticios y equinoccios, no existe estación más frágil y efímera que el verano. Así, por muy laboriosamente que construyamos nuestros recuerdos y nuestros álbumes vacacionales, todas esas imágenes adquieren un tono sepia conforme las primeras inclemencias del inminente otoño empiezan a cebarse con los termómetros. De un día para otro, notamos cómo el bronceado se evapora de nuestra epidermis y el bote de crema solar comienza a oler a rancio. Querríamos entonces poseer la ingenuidad del gato de la novela (Petronio, creo que se llamaba) y dedicarnos a abrir una tras otra las puertas de nuestra vivienda a ver si hay suerte y una de ellas nos devuelve al mes de julio. Como mínimo, nos gustaría recuperar esa facilidad que tienen los niños para el pensamiento mágico, lo que les permite vivir anclados en el presente (muéstrenme un crío que no pase el verano convencido de que el ocio y el calor y las vacaciones van a durar para siempre). Pero todo eso queda fuera del alcance de quienes vivimos instalados en la edad adulta, esta enfermedad crónica que nos impide ver el mundo con los ojos de un niño o de un gato. Qué quieren que les diga. Yo me conformaría con que el aire fragante del verano se vendiera embotellado para poder descorchar una botella de vez en cuando.