Justo hoy, con el comienzo de las vacaciones navideñas, pongo fin a mi carrera docente. El 1 de enero estaré oficialmente jubilado. Los sentimientos no son tan intensos como esperaba, pero el que predomina sobre todos ellos es el alivio. La educación a la que aspirábamos en aquel remoto 1987, cuando debuté en la enseñanza pública, no se parecía demasiado a la que tenemos hoy. Aspirábamos a un modelo de enseñanza que apoyara a los alumnos con dificultades, pero sin dejar de premiar el talento y fomentar el esfuerzo. Lo que tenemos hoy en día, sin embargo, es un sistema que tan sólo busca mantener a los alumnos escolarizados el máximo de tiempo. El fracaso escolar se maquilla haciendo que el suspenso, en última instancia, sea casi imposible. Este sistema perverso favorece a los estudiantes menos trabajadores y frena a los más brillantes, que acaban por comprender que su esfuerzo resulta baldío. En los albores de mi carrera, aspirábamos a que la figura del profesor, que empezaba a mostrar signos inequívocos de erosión, recuperara su dignidad y su autoridad. Lo que hoy se le exige al profesor no es tanto que enseñe como que ejerza de animador sociocultural y, al mismo tiempo, que aguante estoicamente el hostigamiento al que lo someten los alumnos y los padres más atrabiliarios, que amenazan con convertirse en legión. La calidad de un centro educativo ya no se mide en función del nivel de formación de su alumnado, sino del número de viajes, actividades extraescolares y bilingüismos de pacotilla que ofrece. En cuanto a los alumnos mayores, se muestran más preocupados por los resultados numéricos que por la calidad y profundidad de la formación que reciben. Algunos nos han amenazado con cambiarse a la enseñanza privada si no somos menos rigurosos al evaluarlos (buen viaje lleven, añado). Ojalá mis compañeros más jóvenes, los que todavía conservan sus aspiraciones intactas, se jubilen de una enseñanza distinta y mejor que la que hoy yo dejo atrás.