El Gobierno ha propuesto a las comunidades restringir el móvil en los centros educativos, y en Dubái se llega a un acuerdo para dejar atrás los combustibles fósiles. Estas dos medidas presentan algunos elementos en común: llegan demasiado tarde y al no tratarse de restricciones totales sino optativas se quedan en proyecto de medias tintas, un apaño insuficiente para solventar dos problemas de órdago, tiritas para el tratamiento de un cáncer. Después de hacernos dependientes de las tecnologías, de haber creado un entorno en que es imposible vivir sin móvil, después de habernos involucrado en un capitalismo salvaje que revienta por sus costados, pretenden ahora, a correprisa, que demos un paso atrás, justo cuando nos habían dicho que la tecnología (que es parte integrante de ese capitalismo) no admitía marcha atrás y estaba aquí para quedarse. Cebe usted a un niño, concediéndole todos sus deseos sin rechistarle y pruebe de pronto a cerrarle el grifo de los caprichos. Lo normal es que el niño no entienda nada y se rebote contra usted: es un fruto de la malcrianza. De igual manera hemos creado una sociedad adulta de adictos malcriados a la que ahora no podemos exigir (en realidad solo recomendar) que deje el móvil en casa, que lo use solo con fines benéficos o que limite sus consumos para aliviar el desgaste del planeta. En casos así solo funciona la prohibición total, la vía disuasoria del multazo, la prisión, o si nos ponemos estupendos, la pena de muerte, único extremo que nos haría apagar el trasto o cambiar nuestros hábitos de vida. En paralelo, el gobierno proyecta la prohibición de fumar en las terrazas, impepinable providencia –cañonazos contras moscas- para combatir la contaminación.