Siempre ha sido así, cuando a unos les ha ido bien, inevitablemente, a otros les ha tenido que ir mal. Si a alguien le ha ido muy bien, Trump por ejemplo, a sus oponentes les ha ido muy mal, Kamala Harris sin ir más lejos. Quien se come lo mejor de la tarta deja las migajas para el resto de comensales. Los votos en cualquier proceso electoral son siempre vasos comunicantes de los contendientes que concurren a las urnas. El triunfo de Trump es el triunfo de la demagogia, el populismo y la mentira, pero son tantos los millones de norteamericanos que le han votado que hace necesaria una reflexión y obligada una concienzuda analítica de los hechos, no sólo por parte de la izquierda, sino de todo el espacio político progresista que cada vez va quedando más en minoría ante el aumento de la presencia de una derecha extrema en constante alza en la ocupación de esos vasos comunicantes siempre inexorables: unos suben lo que otros bajan.
Mientras los especialistas de la política norteamericana profundizan en el estudio de los resultados, los focos progresistas siguen noqueados asalto tras asalto en un combate que empieza a ser muy desigual en los ring de medio mundo en los que la derecha más procaz e insolente se alza día a día con el cinturón que proclama al campeón. Cada vez hay menos votos para quienes permanecen absortos ante los experimentos que se incuban en los vasos comunicantes del panorama político, al tiempo que esa absorción les aleja de su electorado, más distantes de la opinión de la calle y en clara contradicción con la demanda de unas inquietudes que quieren aprovechar los vendedores de la nueva y peligrosa concepción de la llamada antipolítica.