De entre los libros que llevo leídos este verano, hay uno en concreto que me apetece celebrar y compartir. Se titula La mancha y su autor es el periodista Enrique Aparicio, que debuta en la novela con esta obra. Tras sus años como estudiante en Madrid, Valentín (así se llama el protagonista) se ve obligado a regresar a su pueblo por falta de oportunidades laborales, lo que para él representa una expulsión de la tierra prometida. Durante el tórrido verano manchego, el joven se siente tan aislado como un náufrago, al tiempo que rememora los sinsabores que vivió aquel «niño gordo y afeminado» que fue. Atrás han quedado la libertad y la vida trepidante de la capital, donde la distancia y el anonimato le permitieron abrazar su condición y vivir su sexualidad de un modo que en el pueblo le habría resultado imposible. De forma paralela, se nos presentan fragmentos del diario de Ramona, un espíritu libre atrapado en la España todavía más cerrada y atávica de la posguerra. Y ahora hago una pausa para releer esta sinopsis y me doy cuenta de que, expresada de este modo, la trama de La mancha suena a culebrón televisivo, y nada más lejos de la realidad. Nos encontramos ante una novela poderosa y alejada de los estereotipos que nos muestra la realidad rural sin idealizarla ni edulcorarla. Una realidad que, además, tenemos muy cerca (el imaginario pueblo de Baratrillo de La Mancha, donde la historia tiene lugar, no se encuentra muy lejos de Alpera, localidad donde nació el autor). En este microcosmos cerrado y asfixiante todo el mundo es plenamente visible para los demás, y nadie está a salvo de estigmas o «manchas», a veces de forma obvia y otras no tanto. Quizás por ello el mensaje de esperanza con el que se cierra la novela resulta doblemente satisfactorio, casi tanto como disfrutar de un libro escrito con semejante derroche de calidad y vigor.