Estoy leyendo Ardor guerrero, el libro en el que Antonio Muñoz Molina cuenta su servicio militar, y con cada página tengo la sensación de estar recordando una mili que no hice. Así de poderosa es la fuerza de evocación de la palabra escrita, que incluso logra rellenar con recuerdos ajenos los huecos de la propia memoria. Allá por el año 84 me diagnosticaron una lesión congénita que encerraba la promesa de permitirme eludir mi incorporación a filas. Muñoz Molina no tuvo tanta suerte. Él hizo la instrucción en Vitoria y obtuvo destino en el San Sebastián postfranquista de los años más duros de ETA, donde los soldados de reemplazo eran vistos poco menos que como fuerzas de ocupación. Aquella experiencia tan ingrata al menos le sirvió para escribir un libro magnífico que nunca ha sido visto con buenos ojos en los cuarteles. Más tarde vendría la posibilidad de acogerse a la objeción de conciencia y, por fin, la supresión del servicio militar, que se esfumó del inconsciente colectivo como un trauma superado. Incluso quienes nos libramos de la mili la recordamos con desagrado, quizás por solidaridad con los compañeros que no tuvieron tanta suerte, y que nos contagiaron la acritud y el fastidio de su experiencia como una especie de recuerdo vicario. No he conocido a nadie que volviera de la mili mejor de lo que se fue, que reconociera haber aprendido algo, o que dejara de experimentar alivio al librarse de la arbitrariedad y el sinsentido de la vida castrense. El servicio militar obligatorio constituye una interminable página negra de la historia de este país. Por ello resulta sorprendente que el paso por el ejército se considere imprescindible para la formación de la futura reina, una prueba más de que la representatividad de la monarquía es tan ficticia como aquel valor que se les suponía a aquellos desdichados reclutas de antaño, aunque hay que reconocer que la muchacha está muy mona con el uniforme.