Hace unos días vimos a Mark Zuckerberg pedir perdón a los padres de los niños y adolescentes víctimas de las redes sociales, que su empresa Meta controla de forma mayoritaria. Fue ante una comisión del Senado de los EEUU encargada de investigar los casos de abusos, acoso y pederastia mediante las nuevas tecnologías. A pesar de ser uno de los individuos más denostados de este planeta, no pude evitar sentir cierta simpatía en el momento en que Zuckerberg, tras ser instado a ello por uno de los miembros de la comisión, se puso en pie para pedir perdón a los representantes de las familias. La responsabilidad de las redes sociales y de quienes las dirigen es evidente, pues se ha primado la rentabilidad sobre cualquier mecanismo de control que pueda poner orden en semejante jungla. Pero las empresas no son las únicas que deben dar explicaciones. Hay otros sectores que deberían comprobar si tienen las manos limpias antes de alzar el dedo acusador. En primer lugar, los gobiernos y los responsables educativos, que se han mostrado ineficaces hasta en un asunto tan básico como impedir el uso de los teléfonos móviles en los colegios. Después, los padres de las criaturas, para quienes resulta muy cómodo mirar hacia otro lado y dejar solos a sus hijos frente a todo lo que acecha en internet, para luego culpar del desastre a las redes sociales, a los profesores y al sursuncorda. Y no digo con ello que los educadores no hayamos tenido nuestra responsabilidad en el desaguisado, a pesar de que la exigencia de «digitalizar» nuestro trabajo siempre ha venido de arriba. Lo cierto es que, una vez abierta la caja de Pandora, cerrarla resulta poco menos que imposible. Ni podemos hacer retroceder el calendario 25 años ni ponerle puertas al campo. Lo que sí podemos hacer es evitar que nuestros hijos dispongan de móviles, ordenadores y táblets a su antojo, por muy conveniente que sea olvidarnos de ellos mientras están conectados.