Mientras se sigue debatiendo si una canción como Zorra es un himno o una abyecta manifestación de subcultura popular –mi sesgada opinión se inclina por lo último- se han cumplido cien años de Rhapsody in Blue, la pieza más conocida de George Gershwin. Esa obra, elaborada en solo tres semanas, constituye un auténtico milagro que incorporó a la música clásica iluminaciones de blues y jazz, en un ejercicio de asociaciones que luego dio mucho juego a los eclécticos de churras y merinas (los que juntan flamenco y tecno, por ejemplo), demostrando asimismo que los americanos, virginales en el género, podían hacer legible un tipo de música hasta entonces solo asequible a melómanos eruditos, lección muy bien aprendida por el continuador Leonard Bernstein, tanto en programas divulgativos como en su propia obra. Tienen los americanos esa maestría de reconvertir todo lo que tocan, haciéndolo más seductor que la fuente originaria. Sobre las composiciones con letra, posee la música clásica la ventaja de carecer de mensajes, salvo las explicaciones que quiera dar el autor o las interpretaciones individuales aportadas por cada oyente. Para nosotros, ágrafos en lo musical, ese arranque de clarinete y trompeta está asociado infaliblemente a Manhattan, la película de Woody Allen, y tirando de ese hilo, a la virilidad del jaguar, una riqueza polisémica de la que carecen la canción Zorra y sus hermanas de camada, condenadas a una disyuntiva de machismo/feminismo que por lo demás obvia el soporte musical. Distraídos en ese debate absurdo sobre la letra, nadie ha aludido a las cualidades específicamente musicales del engendro, quizá porque no las tiene.