Se han cumplido 60 años del asesinato del presidente Kennedy, que son más o menos los mismos que un servidor lleva en el mundo, y todavía no se ha resuelto el misterio de si Lee Harvey Oswald fue un lobo solitario, una pieza más en una conspiración o un simple cabeza de turco. La pregunta inevitable es si la historia que conocemos es la real o únicamente la versión que ha trascendido. Durante las guerras napoleónicas, los ingleses publicaban caricaturas de Bonaparte en las que lo retrataban como un enano megalómano y colérico. La reciente película de Ridley Scott ha corregido el detalle falso de su estatura, que sería normal incluso para los estándares de hoy en día, pero insiste en el mito del tirano perturbado y consumido por su ansia insaciable de poder. Los historiadores franceses andan cabreadísimos con la visión que Hollywood ha dado de su mayor héroe nacional, encarnado por el actor Joaquin Phoenix, especializado en interpretar a personajes pasados de rosca. A fecha de hoy, lo único que podemos dar por sentado es que existen tantas versiones del corso como historiadores se han ocupado de su figura, cada cual con sus propios prejuicios a cuestas. La historia se corrige y se reescribe constantemente en busca de versiones más veraces, pero conforme nos alejamos en el tiempo de los hechos estudiados, realidades, mitos y prejuicios forman una maraña en la que resulta imposible distinguir lo real de lo inventado, a menudo de forma interesada. Si somos incapaces de dar respuesta a lo que hubo detrás del asesinato de Kennedy, ¿cómo podemos aspirar a conocer la realidad sobre ciertas figuras, como Napoleón o Julio César, que han abandonado su historicidad para convertirse en personajes de novela? Me pregunto qué escribirán los historiadores futuros sobre el mundo de hoy y sus protagonistas, salvo que todo esto resultaba un lío incomprensible incluso para quienes vivíamos aquí y ahora.