Chesterton se definió de obstinada ortodoxia: Yo soy ordinario en el correcto sentido del término, es decir, del que acepta un orden. Quiere esto decir -me parece (aunque hablar de Chesterton es como hablar de toda una monarquía)- que el desorden es pésimo para todo y que, en buena medida, el mundo desordenado, nuestra moral desordenada, nuestro desordenado vivir, tiene, como de modo natural, una querencia al orden. El orden lo apuntala la liturgia. Tenemos la liturgia democrática en orden a la responsabilidad política -al elegir y al vigilar; y la propia y hasta la objetiva-. Y en el desorden político uno percibe y anhela lo beneficioso del orden. Mazón -un ejemplo- es responsable político de su pésima actuación frente al desastre de las aguas; y si esa responsabilidad personal se apareciera difusa (que no lo es) se apuntalaría con una clara responsabilidad objetiva -el hecho del desastre anuncia el recambio del político-. Vivir en el desorden -éste es el caso- acentúa la santa ira de los afectados que necesitan, de modo imperioso, recomponerse y llevar nuevamente el orden -quebrantado, claro- a sus vidas. Los poderes del Estado ansían de modo obstinado su ortodoxia -de ahí la pompa y las cruces y collares- y sin esa su liturgia restan como ebrios de su desordenada presencia. Ciertamente la liturgia impone -y es el pueblo el que la demanda para orlar la investidura-. Pero un magistrado desordenado acaba por desordenarse para siempre y casi desordena silentemente al ciudadano -en este caso habría otro ejemplo aunque distinto al de Mazón, el de don Álvaro García Ortiz-. Don Álvaro vive en el desorden: es muy poco ortodoxo estar imputado, borrar mensajes telefónicos que ya son indicios y, en fin, designar a un subordinado del ramo para defender, desordenadamente, al Estado del supuesto crimen. El orden procuraría la dimisión de don Álvaro para bien propio y de la institución -y así el orden podría volver al ciudadano que vive hoy desordenadamente, en relación a la justicia y en el altísimo cometido que tiene la Fiscalía-. No hay nada personal en estos comentarios míos. Y tampoco hay que remontarse a ninguna autoridad -es cierto que hay gente que goza el desorden y busca a los desordenados para aparentar que no se desordenó en ningún caso: aquí hablaríamos de don José Luis Ábalos que, además, desordenó al ordenado Koldo conforme, de modo prudentísimo, con un apartamento en Benidorm, tumbona y paella-. Lo diré de otro modo: también el orden tiene sus gradaciones. Pero hasta el grado se reputa ortodoxo.