Va a hacer un año de la muerte de Sánchez Dragó. Hay escritores que requieren de unos cuantos años para ganarse el olvido, pero a Dragó le ha bastado uno para que nadie se acuerde de él. Fue mal leído -cuando se le leyó- durante su temporada entre nosotros, y hoy sencillamente no se le lee. Pertenecía a ese grupo de escritores a quienes la gente desestima sin conocer su obra, creyendo que basta el recuento de sus disparates orales y tuiteros -que fueron abundantes- para juzgarlo. Pero entre esa obra está Gárgoris y Habidis, una piedra miliar más influyente en narradores que en historiadores, y un puñado de libros siempre decantados a la autobiografía visceralmente ególatra y fantasmona. Reivindico su figura porque, aparte del disfrute que me produjeron algunos de estos libros (le disculpo el enojo de otros cuantos), fue el mejor divulgador de la lectura en un país que no lee. Dragó era lector compulsivo de 500 libros al año, y ese botín deja en minucia los cuarenta que escribió. Borges estaba más orgulloso de los libros que había leído que de los de su autoría. Pero son excepciones: lo habitual entre nosotros es que los escritores, tan embebidos en su creación (y en su ego) no lean a los demás, con lo que llegamos a la paradoja de que hay más escritores que lectores. Y que quienes deberían dar más ejemplo, los propios escritores, no abran más libros que los suyos. En España sobreabundan los escritores que desconocen la historia de la literatura, alegando falta de tiempo o miedo a influencias nefastas. Y mientras no se compense esta desproporción entre escritores y lectores seguiremos, como hicimos con Dragó, opinando de de oídas, sin leerlo.