Han vuelto a instalar el túnel de luz en la calle Marqués de Molins, lo que resulta curioso, pues todavía me parece estar oyendo a quienes ahora gobiernan en el Ayuntamiento quejándose del despilfarro que suponía. Por lo que a mí respecta, no acabo de verle el punto a eso de convertir ese tramo de calle en una especie de Disneylandia verbenera y estridente. A diferencia de lo que les ocurre a los animales, mucho más sobrios y discretos que nosotros, a los humanos nos gusta rodearnos de luces, de ruido y de bulla en general, pues de ese modo nos sentimos contagiados de una alegría y un optimismo que nos retrotraen a las navidades de la infancia, aunque nuestras infancias de boomers fueron más bien tirando a mortecinas. En los 70 éramos mucho más frugales, pero parece que con el tiempo se nos haya borrado cualquier traza de la sobriedad de entonces. Además, es bien sabido que en pleno arrebato eufórico nos resulta menos doloroso rascarnos el bolsillo. Esto lo saben muy bien los grandes almacenes y los comercios del centro. Y no solamente funciona en fechas navideñas. Hay tiendas en las que la música suena tan fuerte que uno tiene que mirar dos veces para convencerse de que no se ha colado por error en un pub de la Zona. Existe cierta perfumería en concreto en la que me niego a entrar, pues la luz es tan cegadora como la de un quirófano, lo que me hace sentirme tan asustado como un conejillo deslumbrado en medio de una carretera. El túnel de luz derrocha estímulos para hacernos sentir esa felicidad postiza que dura hasta que dejan de brillar las bombillitas. Pero el espectáculo es gratis, o al menos lo es hasta que nos cobren el próximo recibo de la contribución. En lugar del túnel de luz, mejor harían instalando un túnel del tiempo del que uno saliera 20 ó 30 años más joven de lo que era al entrar.