En 2039, ocho millones de personas vivirán solas en España, según el INE. El dato es doblemente impactante: por el contenido de la información y por la capacidad visionaria de quien lo ha proporcionado. ¿Cómo averiguarán esas previsiones, que por ser eso mismo quizá no se cumplan a carta cabal, millón arriba millón abajo? Como siempre que manejan la estadística zahorí, se nos escamotea lo más importante, que es el nombre de esos ocho millones de españoles que no tendrán un perro que les ladre. Y tampoco se concreta qué tipo de soledad vaya a ser esa, pues si lo es voluntaria revela la autosuficiencia de quien opta por ella, y solo cabe felicitar al venturoso autónomo. Otra cosa es que se trate de una soledad impuesta, por el abandono y la vejez, en cuyo caso sí necesitaríamos de los nombres de los afectados, por ver de darles un rato de compañía, si bien para 2039 es posible que habitemos en otra soledad, la de los sepulcros, y nos tengan que visitar a nosotros sin que podamos responder a la cortesía. La soledad tiene mala prensa en una sociedad gregaria: la pandemia puso a prueba la capacidad de aguante de los españoles; muchos de ellos no pudieron soportar la tesitura de quedarse en casa con sus pensamientos y unos pocos agradecieron esa tregua de aislarse del mundanal ruido. Nos educan para vivir en sociedad, no para vivir solos, que es a la postre nuestro destino. Hace mucho que adopté un lema, -uno es compañía, dos es multitud- que hasta la fecha me ha funcionado de maravilla. Pero mi ermitañismo no es tan radical como para negarme a recibir visitas. Quedamos para 2039.