Con Emiliano García-Page ocurre lo siguiente: es un socialista de mentiras, o un socialista de derechas, dualismo que aprendió en Bono, otro político experimentado en prender velas a pares: una al dios de la región y otra al diablo del gobierno. Tener que servir a dos amos a la vez impulsa estas esquizofrenias incómodas, pero de las que al parecer se obtienen grandes ventajas políticas. En lo pequeño o no tan pequeño, Page galantea a la región en su defensa a ultranza de la caza y los toros, cosa impensable en un progresista, y no porque se le vea muy aficionado a estas barbaridades sino por no ganarse la enemiga de una comunidad, quizá la única en España que dispensa una corrida por tarde en la televisión pública. Declarado antinacionalista cuando son nacionalistas los otros, él incurre en el nacionalismo provinciano de «lo nuestro», de modo que amarrados los votos de su pueblo, ya puede aplicar el resto de la cartilla sin dejar de llamarse socialista. Y ahora, con la cuestión de la amnistía ha vuelto a ejercitar su condición camaleónica: se opuso a ella, pero apoyó la investidura, desmarcándose de su gemelo que se dio de baja del partido por razones de conciencia. Según los entendidos, estos malabarismos no tienen otra finalidad que la de usurpar el puesto de Sánchez. El juego de la política se presta a estos tejemanejes y a otros peores y nadie podrá culpar a Page de falta de coherencia, como mucho de falta de conciencia, o de vergüenza. Si le sale la jugada, asistiremos a la experiencia curiosa de un gobernante que aúna en un solo cuerpo ideológico al gobierno y a la oposición, sin pasar por el centro.