Se han cumplido este año veinte de la muerte y cien del nacimiento de Marlon Brando, posiblemente el cuerpo más glorioso de Hollywood, de estirpe apolínea sin recurso de los anabolizantes. Brando tenía el perfil griego y ya estaba esculpido como estatua desde Un tranvía llamado deseo y Julio César, en las que ofreció su mejor pose, con y sin camiseta. En razón de su belleza, solo puede emparejarse con Paul Newman (un año más joven), más guapo que Brando, pero no tan compacto. Verlos juntos en una película, sueño de todo cinéfilo, constituía una imposibilidad metafísica, pues ninguna pantalla hubiera soportado la concurrencia de tanta perfección. Eran actores sin competencia, al menos dentro de la misma película, y cuando hubieron de padecerla (Brando con Nicholson, Newman con Redford) ambos salieron triunfantes de la liza sin despeinarse. La filmografía de Brando, como la de Newman, está rebosante de medianías, interrumpidas muy ocasionalmente por algún título cimero que en el caso de Brando bien pudiera ser El último tango en París (otros optarán por El Padrino). Y debe darse por cerrada en 1979, con Apocalypse Now, porque lo que siguió a esta hubiera hundido la reputación de cualquiera sin sus reservas de carisma. Cuando murió, alguien dijo que todos los actores habían subido un puesto en el escalafón. Queda fuera de este homenaje la incursión en su vida turbulenta, cuestionable como todas. Lo que cabe preguntarse, sirviéndose del tópico, es si actores de esta especie tienen reemplazo en el cine actual. Teniendo en consideración que Brando, además de gran actor, fue prototipo de la virilidad, la respuesta sólo puede ser negativa.