Se nos ha muerto un actor de bandera como fue Juan Diego. Todo lo hizo bien: en la pantalla, ante la cámara y pisando los escenarios. Poseía tal personalidad que hasta su voz nos llegaba rota. Integrante de una destacada generación de actores como la de Galiana, Gutiérrez Caba, Varela, Carabias y su amigo del alma, Jaime Blanch («Javier, se me ha ido un hermano», me decía en un mensaje). Se nos queda la pena de no haberlo incorporado al elenco de premiados con la medalla de oro de Amithe en aquella Feria de Albacete de 2016, que recibieron Galiana, Gutierrez Caba o el propio Jaime Blanch. Pero sí que hoy, con el duelo aún por su pérdida, quiero contarles una anécdota de la que Juan Diego fue indirecto protagonista y que habla de su grandeza como actor. Corría la mojada Feria de Albacete de 1984. Habíamos invitado los albacetenses del Colegio Mayor San Pablo al pinche de cocina. Un tipo sacado casi en estado puro de los Montes de Toledo. Entre que llovía y que el resto de los anfitriones me dejaron solo ante su presencia, me lo llevé al céntrico Cinema Gran Hotel a ver el estreno de Los Santos Inocentes, donde Juan Diego inmortaliza el personaje del señorito Iván. No cabía un alfiler en ese bello santuario del cine de Albacete, incomprensiblemente perdido. La película iba ganando en intensidad emocional por los abusos de los caciques sobre Paco El Bajo, su mujer Régula y su cuñado Azarías. El pinche de cocina del San Pablo, que parecía hasta extraído de la propia película, se revolvía indignado a mi lado. Cuando Azarías (Paco Rabal) ahorcó al señorito Iván (enorme, Juan Diego), tras abatir por puro capricho a su milana bonita, mi invitado se levantó compulsivamente de la butaca y en plena sala gritó: «bien empleado te está, so hijo de p…». El público, al principio desconcertado, reaccionó solidarizándose con una cerrada ovación. Otros tiempos. Esa es la grandeza de un actor: lograr que el espectador confunda la ficción con la realidad. Descansa en paz, Juan Diego, maestro.