Ramón Bello Serrano

Ramón Bello Serrano


Más sobre el café

14/07/2024

Proliferan las terrazas y los cafés. El Altozano y la calle Ancha han recobrado vida gracias al café -se quiso como remedio para pasar el trago en la Francia de la guillotina cuando el verdugo ofreció al procurador Carrouche una taza de café con leche que aquél declinó a cambio de un vaso de vino con un poco de pan-. En España (y quizá en Albacete) hay establecimientos que limitan, por tiempo, la ocupación de una mesa de terraza -pero como todo en la vida es cuestión de medida el uso desmedido en el tiempo procura alzas en los precios apelando a la proporción-. Hace ya muchos años, Pablo Peñarrubia, el dueño del antiguo Milán, decía que la decisión más difícil era abordar la subida de la taza de café. Por lo pronto el café siempre ha sido lo que mayor margen deja al hostelero, así que la subida inauguraba una nueva capitular o relación de alteridad -parece que es mejor pasarse que andarse corto; el que se quedó corto no puede bailar el precio a capricho y el que calculó al alza retuvo clientela y un largo plazo hasta la nueva subida-. Cuenta Claudel que los cafés democratizaron la vida de París. El café -escribe- se convierte en el lugar de cita de los elegantes, de los ociosos y también en el refugio de los pobres. Sébastien Mercier, que vivió en los talleres de su padre, fabricante de espadas, y que cargó como un deber -ay- contra Corneille, Racine y Voltaire, comentaba que «hay personas que llegan al café muy de mañana para no salir hasta el cierre -la policía controla la hora obligatoria-; cenan una taza de café con leche, y toman a última hora una bavaroise». La versión española fue la media tostada y el café con leche. Hoy los precios oscilan, en Altozano y Calle Ancha, entre los 1,30 del Gran Hotel y 1,70 de una terraza de reciente inauguración -sigue siendo la consumición más barata de la que convendría decir alguna que otra cosa-. Domingo Henares conocía los establecimientos que daban mejor café (los sábados a la mañana podíamos estar hablando horas del café) y mi padre estuvo siempre dispuesto a pagar 500 pesetas por un café en el Palace -nada más que un café; no habría más gasto; podría repasar el pleito y pasar al lavabo a refrescarse entre colonias de mano y toallas de categoría- antes de ir a los juzgados. Una vez compré dos cafeteras -una de goteo- para el despacho y mi padre me echó en cara no haberle consultado. Cada vez hablo más de mi padre como escribiera Turguénev.