Todavía en el siglo XVI eran vigentes las instrucciones de Honoré Bonet, prior de Selonnet, en Provenza, para ordenar el derecho de guerra. Algunas personas se han sentido ofendidas con LalaChus por haber burlado los sentimientos religiosos, mostrando a cámara una estampa cristiana: lo que pretendía ser la imagen del Sagrado Corazón de Jesús, lo era de la vaquilla icónica de El Grand Prix. Fue su campanada frívola. En el cristianismo el peso de la tolerancia lo ha sido siempre mayor que el rigorismo. El doctor Bonet intimó a Carlos VI de un modo al que debe tratarse -creo yo- la gran polémica de LalaChus. Preguntado si era lícito hacer la guerra sin necesidad a los infieles, responde sin dudarlo: «No; ni siquiera con el fin de convertirlos». Aquí damos por sentado que LalaChus o Broncano sean infieles -esto no lo sabemos; aunque me solace la casi seguridad, por tradición, de que llevan el carácter impreso-. El peldaño que han subido -el de la burla al Sagrado Corazón- no es el más alto: sólo hay un pecado imperdonable: blasfemar contra el Espíritu Santo -y ha de ser una blasfemia perpetua-. El ministro Bolaños ha salido en defensa de Broncano y LalaChus -y lo ha hecho con risa afectada-. Muchos de nosotros llevamos un tiempo sonriéndonos de las peripecias judiciales que sufren Bolaños y sus compañeros. Chesterton dijo, a propósito de las descalificaciones de Conan Doyle del sistema sacramental, que «cuando sir Arthur se burla deliberadamente de nuestras ceremonias, debería permitírsenos, al menos, que sonriéramos ante las suyas». Quiero decir que frente al pasatiempo de Broncano y LalaChus es bueno seguir la rota de Honoré Bonet; de todo punto impertinente hacerles la guerra -incluso con afán de convertirles al sentido común, al bien colectivo de la televisión pública o al decoro-. Y de idéntica puja habrá que convenir nuestra sonrisa frente al notario mayor del Reino -solamente déjeme sonreír al opinar de la comedia frívola del onanista alguacil o de alguna otra cosa-. Por sonrisas y burlas no conozco a periodista alguno que inste la jurisdicción criminal o demande el reparo de su honor -le basta con su oficio de escribir-. Si examinamos los debates actuales y sin generalizar, concluiremos con Chesterton en que Broncano y LalaChus tienen los prejuicios y no dudan en mantenerlos. Y «nosotros tenemos los principios, y cuando deseen conocerlos serán bienvenidos». Pero yo creo -y apunto que Bolaños también- que el tono de LalaChus y Broncano disuena, pese a la alegría de la lealtad al caballeresco ideal que nos preside.